01 agosto 2009

Alejandra Pizarnik en el velorio del mundo

Por Juan Manuel Roca

Alguien dijo, creo que fue Mark Twain, que la esperanza siempre será buena para el desayuno pero mala para la cena. Con lo que el filósofo viejo quizás nos quería decir que, en el desbande de espejismos, siempre nos queda un mal sabor. De ese desbande de ilusiones es de lo que informa toda la poética de Alejandra Pizarnik.
Sin duda alguna, el rabelesiano tiempo es el padre de la verdad. Quiero acá decir, como al desgaire, que la relación que he tenido como lector con la poetisa argentina ha estado en la doble pulsión amor-odio, acompañada de un deseo de buscar su verdad poética bajo la piel de su lenguaje.
A la muerte de Alejandra, ocurrida en 1972, los lectores de su poesía éramos un puñado, una secta embriagada por el claroscuro de su palabra. Ese mismo año publicábamos en Medellín la revista Clave de sol, pero leíamos la clave de su nocturnidad, sus imágenes poderosas, encantadas, que daban sin duda paso a ese jardín donde, al decir de Cortázar, la Pizarnik tenía una cita con Alicia.
La hora, lo pienso ahora, no la daba la liebre de marzo. Testimonio de mi vieja pasión, que a veces vuelve a asaltarme, fue un poema en prosa a esta poseída entre las lilas, donde recordaba a aquellos pianistas del oeste que siguen tocando el instrumento mientras, alrededor de sí, se quiebran espejos y botellas. Tal la sensación de la muerte de Alejandra Pizarnik, suscitada en un lector invadido por sus sombras: la de quien aspira a seguir tocando en medio del velorio del mundo.
Poco a poco, como ocurre con todo amor, ésta tratándose de una pasión ocurrida con sólo pasar el umbral de sus libros, particularmente con su hiriente y lúcido (adjetivos que pueden ser un pleonasmo) El infierno musical, vino un poco de rutina, pequeños desencantos, fisuras en su imagen.
Su por la literatura yo perdí mi vida, tan tomado del menos literario de los poetas, Rimbaud, y además escrito en francés, me recordaba un campanazo que siempre ha incomodado en la poética de la Pizarnik: el ademán literario excesivo, una programática del suicidio, el yo romántico que otras veces se desdobla y enfatiza en la suerte de narcisismo del lenguaje.
Su hablo de mí, naturalmente, que ya en libros como sus Textos de sombra y últimos poemas tienen algo irrespirable, y no hablo del aire presagiante y espléndido de El infierno musical, sino de una asfixia de imágenes cuyo proyecto parece ser el de deslumbrar.
El sello de la cara de esta moneda tiene que ver más que con la poesía de Alejandra Pizarnik y con sus seguidores-lectores, con sus seguidores-poetas. Lo que fue apertura a un mundo ensimismado y bello, se volvió capilla. Pequeñas tribus —particularmente de poetisas— en Colombia, hicieron coto de caza en su imaginería, claro, claro, con resultados caricaturescos, epigonales, desde la seducción que ejerce el malditismo de una auténtica creadora, como Pizarnik.
Muchas veces los seguidores de la argentina, se quedan con lo menos atractivo de su poética, con el tic, con un sentimiento de exilio prestado, de enajenación de un mundo que hacen cada vez más literario, es decir, menos riesgoso.
A mi modo de entender, la poesía de Alejandra Pizarnik en sus más altos momentos, logra una seducción desde el espanto, lo que conllevaría también a una lectura cargada de amor-odio, de encanto-desencanto, de magnífica tensión. Su poesía es un sacudimiento interior que a la vez nos sacude. Quién, que lea esta imagen virulenta y poderosa, de Los poseídos entre lilas, no sentirá una suerte de escalofrío, de espanto: «si viera un perro muerto me moriría de orfandad pensando en las caricias que recibió. Los perros son como la muerte: quieren huesos».
De esa estirpe son las imágenes de Pizarnik. No es la surrealidad por la surrealidad, y sin embargo la carga de inconsciente es lo que nos conmueve. Ya Aragón había dicho que un gran poeta puede ejecutar un gran poema aun con la escritura automática, pero que un idiota que haga automatismo no dejará de ser un idiota que hace automatismo, o algo parecido. La surrealidad que precede a la poesía de Pizarnik es de otro orden, y quizás venga de antes del surrealismo.
Hay que recordar que uno de sus libros de cabecera, era El alma romántica y el sueño, ese santuario de Albert Beguin donde casi todos los aspectos nocturnos de la vida, y por supuesto de la ensoñación, tienen nacimiento en el ojo de agua del romanticismo alemán.
Beguin cita un testimonio de Steffens que dice que: el genio existe en los momentos en que la omnipotencia de la naturaleza inconsciente y las profundidades nocturnas e inaccesibles de la existencia dejan caer sus velos y se revelan en el estado de vigilia. La inspiración une la plenitud de la noche y la claridad del día, el misterio de lo inconsciente y la regla de la conciencia. Esto parece muy natural a cierta visión interior, aunque siga siendo absolutamente inexplicable para la razón.
Esta premisa del espíritu romántico, sin duda resulta cierta en su racionalidad. Lo que incomoda podría ser la normatividad, el recetario. Ya Kafka decía cómo pueden llegar unos leopardos a un templo, en un hecho milagroso, y cómo si esto se puede prever, puede pasar a formar parte de un rito. Con los poemas de la Pizarnik podría pasar algo similar: los leopardos, la magia y el hechizo de sus imágenes (Debajo de mi vestido ardía un campo con flores alegres como los niños de la medianoche) podrían esperarse, convocarse, y por último dejarlas como parte de un ceremonial.
Todo esto, que no es otra cosa que un boceto sobre la Pizarnik, sólo quiere manifestar dudas más que certezas, algo muy de la estirpe de su poética. La única duda que quizás no tengo, radica en que Alejandra Pizarnik, más allá de los avatares señalados, el signo de su estar (que) crea el corazón de la noche, los buceos por sí misma, deja un legado altamente apreciable para la lírica continental.
No se explica su poesía como no se explican los sueños. Su lirismo sensorial nos recuerda que cae la música en la música, como su voz en las voces. De todo esto, de lo que nos informa la poesía de Alejandra Pizarnik, de su siembra de dudas, de odios y de amores, de luces y de sombras, de ocultos llamados que rondan la memoria, da cuenta el libro publicado bajo el sello de Holderlin, libro que nos recuerda que todo volumen de verdadera poesía no es otra cosa que el pasaporte de un incierto.

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