Txt: Ferdinand Fantín
Después de beber y conversar incoherencias con personas que suelo reencontrar en circunstancias festivas de ese tipo, decidí dar una vuelta y tomar el último trago. “Tomate el último trago, pero no nos vamos ni a palos, esto se re puso”, sentenció rápidamente un amigo, ya entonado, enfatizando la oración con entusiasmo y algo de saliva. Y tenía razón en su convicción, a pesar de que él nunca había asistido a una fiesta mtqn. Era increíble estar divirtiéndose tanto a la misma hora en que los domingos sin víspera de feriados suelo pensar en cortarme las penas y, como no puedo, termino cortándome las uñas (a veces junto más coraje y también me afeito).
Con la vorágine de la noche, de repente me quedé solo. Mientras buscaba a mi amigo, por entonces extraviado en la altura de las horas, quedé de frente a una señorita. En ese instante todo se detuvo. Bueno, en realidad sólo me detuve yo, para arriesgar lo primero que se me ocurriera. Gracias al encanto de mi casual musa -y a la música estimulante de Dj. Pablito- se me ocurrieron tantas cosas, aunque no soy Adrián Dárgelos y no tenía pijamas debajo del jean, contrariando así el hábito que había adoptado el resto del gélido invierno en fuga.
Durante la charla enarbolé palabras ingeniosas, tupidas (y estúpidas) y las decoré como un árbol navideño. Si bien en mi estrategia ornamental seguramente rompí algunas pelotas, embolé y le volé la mente a mi interlocutora, el momento no dejó de ser luminoso, pues conservaba las luces que invita la noche, ese brillo exacerbado por la oscuridad…y por el alcohol. Fue estimulante creer que, aún en mi idiotez embriagada, podía llegar a combinar frases audaces como las de Winston Churchill, fantochadas dignas de un Piñón Fijo y una espontánea ternura chaplinesca, como si acaso el whisky, la Coca y el Tía María se proyectaran en mi ser y mi decir.
La gente, por su parte, se mostraba alegre, satisfecha, y algunos hacían verdadero honor a esa definición según la cual una fiesta es un exceso permitido. En mi guerra fría con la cálida chica me sentí capaz de elaborar la mismísima doctrina Mc Namara: todo el tiempo revelábamos diplomáticamente nuestras armas verbales, pero atesorábamos las más poderosas para la ocasión promisoria. Fueron minutos, horas y segundos en los que no podía quejarme de nada.
Cuando ya sonaba Martín Buscaglia, con la energía y esas mil cosas maravillosas que generan sus canciones, decidí que era un buen momento para partir. Por suerte, la luz interior (del auto) me permitió comprobar que los atributos descubiertos en mi compañera no eran sólo de la personalidad.
La mañana fue refulgente y en la radio sonaba “Un día perfecto”. Definitivamente, las preocupaciones estaban feriadas. Llegué a casa tarde, más tarde que nunca.
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