La muerte de Michael Jackson ha disparado todos los tics de la era digital. Internet ha robado protagonismo a las emisoras de radio y a la prensa escrita, pero, como solía ocurrir en el pasado (Elvis Presley, John Lennon), ahora también ha perdido la música y han ganado las hipérboles gratuitas y la tendencia a lo superficial. Inevitablemente, todos recurrieron a comentar lugares comunes: los aciertos de Michael como antecesor de la era del videoclip, los millones de ejemplares vendidos de Thriller, las extravagancias y las miserias supuestamente pedófilas de Neverland.
Una última puñalada en el corazón del artista que maduró musicalmente mientras acentuaba su vulnerabilidad personal. Michael Jackson, hay que decirlo de una vez, fue uno de los mayores talentos del soul, artista excepcional (bailarín, compositor, productor, vocalista) responsable de la impecable evolución de su grupo familiar desde el pop bailable de Motown a principios de los años 70 hasta el funk/rock deslumbrante de sus últimas producciones en el sello de Berry Gordy y, sobre todo las gloriosas primeras grabaciones en Epic, a la sombra de Gamble & Huff. Luego, Michael se independizó para facturar discos prodigiosos, los que van de Off The Wall a Bad, y convertirse, con Prince, en el mayor icono negro del post soul. En esos discos maravillosos, tanto como en el material incandescente registrado con los Jacksons en Motown y Epic, hay que bucear para descubrir al ser humano ungido por los dioses del soul para revolucionar el esqueleto de una música cuyos últimos afluentes (Erykah Badu, D’Angelo) le deben tanto (si no más) a él como a Marvin Gaye, Aretha Franklin, Stevie Wonder o Curtis Mayfield. Porque los auténticos amantes de la música negra saben que Michael fue uno de los nuestros, quizás el más entrañable "goodfella" de la historia del soul.
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