Y la vi a Verónica. Todo eso me pasó. Fueron como dos segundos, una eternidad. Mi mente se atropellaba contra la pared. De repente, ella: repelente...Todo eso. Me sentí acechado, incongruente. Nunca debió aparecer, nunca debió volver del perecer. Sin embargo, de pié, parecía su ser. Toser y volver a ver. Volver a imaginarla, a percibirla, a escucharla, a soportar su terrible carga. Toso eso. Ahí, a dos pasos, la mochila de los días y las noches yendo a golpearle la puerta hasta que, detrás de esa consistente y tuerta frontera de madera, irrumpía altiva y constante su sonrisa muerta.
El juego contenía la adrenalina de lo novedoso, lo noveloso y no meloso. El ring-raje, el ring-garche: el ring. Sobre todo. Sobre la lona, dos titanes con la soberbia cobijada y desplegada, desnuda, horizontal. Uno contra el otro, partes de uno contra retazos del otro, retándose. Y después a juntar los restos. Entonces, desterrado y aterrado, ir y volver de su ira encarnizada, encarnalizada, encarnada. Como un pez, caer en la trampa una y otra vez, haciendo burbujas por la vida, por la ruina, por la mujer que arruina.
Otra vez ella, la excitante canción fúnebre, la risa despreciable, la despreciativa, la vengativa. La deboración, la anorexia, la bulimia; la anorexia y la bulimia sexuales. La violación, la obsesión, la adoración, la dolación, la añoración, la lección. La bella en la bestia, la siesta incesta. El hijo, sus ojos, los enojos. Los ataques intempestivos, los violentos atracos, los rayes injustificados. Como si nunca hubiésemos fornicado (eso pensaba ante cada uno de sus enajenados enojos). Ella, la felicidad abortada, la ferocidad, la fuerza por no caer, la fuerza porno…Y, aún así, caer de sus manos al error, descender al horror, habitar colores decolorados, inventar proezas pobres y abrigarse en la envolvente pobreza que, como un contraste irremediable a la exhuberancia pasional, la perseguía.
En Verónica convergían el culo de la televisión y la espalda del mundo a la ilusión. De ahí su ambiguo apetito, su ánimo autodestructivo y su palabra insurgente. Su nítida voz profunda abominaba a quien pudiera vulnerarla, vomitaba, derramaba desechos; retribuía con ironía la nalgada de su desdichada vida en el trasero del mundo. Su irreverencia demolía, me dolía. Aunque parecieron más, fueron dos años de jugar con la suerte, de penetrar a la muerte. Que gemía de placer. Pero aquellos gemidos eran preludios de los quejidos, onomatopeyas similares a los penares.
Pasaron nueve estaciones de cobarde indiferencia. Sorpresivamente, a las cinco de la nada, bajo un enlutado cielo de mayo, Verónica emergió del olvido conciente y sonrió: la excepción. Fueron dos segundos (como al comienzo de aquella relación). Dos segundos, dos seres suplentes, dos al costado de la vida, el reemplazo de lo mal perdido, el ejemplo de lo mal nacido. Después de tanto tiempo, verla en el subte fue una locura, quizás la definitiva. Cuántos calendarios, cuántos años haciéndole el amor impetuosamente, lujuriosamente, relamidamente, fervorosamente. Años rotundos, curvos y oscuros, como sus ojos pozos ciegos. Años de pasos en falso. Años densos, transgredidos, transgresores, groseros. Años yendo, volviendo y cayendo. Años en el retoño y en el otoño. Años como rayos. Arañazos.
07 junio 2009
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