La adolescencia es la etapa que más le interesa a Araki, aunque en Mysterious skin comienza algunos años antes. En la década de los 80 dos niños, Neil y Brian, coinciden en un equipo de béisbol. Brian llega arrastrado por su madre, y las posibilidades de que haga un hit en una base son tan remotas como volverse popular dentro de su equipo. A esto se le suma que sufre hemorragias, pierde la noción de la realidad por horas, y cree además que fue abducido por extraterrestres. Neil es lo opuesto: es la estrella del grupo y el consentido del entrenador. Precisamente es su entrenador quien va a empezar a tejer una relación particular con él que va a llegar sin escalas a la pedofilia.
Los chicos crecen, y la historia nos deposita en los años 90. Neil se dedica a tener sexo con los adultos de su pueblo por dinero, y aprovecha la primera oportunidad que se le cruza para seguir sus aventuras nada menos que en Nueva York. Allá cambia de look, de estilo de vida, y por supuesto se expone a algunos peligros en este descubrirse y reinventarse juvenil. Distinto es lo que le pasa a Brian, quien reprime cualquier impulso sexual adolescente y canaliza toda su libido en buscarle una explicación a sus derrames y a su contacto con seres del más allá. En esta búsqueda metafísica se choca con Neil y sabe que necesita de su búsqueda para entender el pasado.
Mysterious skin podría haber sido un documental más sobre la temática del abuso, o sobre el despertar sexual juvenil. Sin embargo, una milimétrica adaptación del guión original, una cámara al servicio de la expresión de las emociones de sus personajes, y algún que otro exceso en cuanto al clima opresivo que genera, terminan convirtiéndola en un exponente fundamental del cine independiente norteamericano actual. Y a su director en un valiente realizador capaz de retratar las situaciones más descarnadas sin dejar de lado la humanidad de sus criaturas ni la agudeza de su mirada.
Por Gonzalo Beladrich, Velvet Rockmine
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