Gripe porcina, dengue, dicotomías simplistas. ¿Apocalypsis now? Los discursos políticos, sobre todo los proselitistas, hablan en términos de todo o nada. “Nosotros o el caos”, “La seguridad somos nosotros”, “La democracia somos nosotros”, “Nosotros o la corrupción”, “El campo somos todos”, “Patria o colonia”, “El único cambio somos nosotros” (la proclama preferida tanto de los socialismos cercanos al radicalismo como de los socialismos más radicalizados). En su esencia, no distan de las estrategias discursivas utilizadas por la última dictadura durante el Mundial ’78 o la Guerra de Malvinas. En tiempos de desesperación siempre se recurrió a slogans dramático-tangueros-tribuneros para apelar a la población, incluso durante la restauración democrática: “Alfonsín o milicos”.
Desde las viejas contiendas entre unitarios y federales las oposiciones simplistas impregnaron la política y la mancharon de sangre e hipocresía. Pero no se trata de un patrimonio exclusivamente nacional. Invocando la moral occidental y la democracia liberal, el gobierno de Estados Unidos y sus aliados apuntaron y dispararon sobre Medio Oriente: “El que no está con nosotros está con el enemigo”, preconizaba George Bush para ganar adhesiones a las campañas de Irak y Afganistán.
De este lado del mundo, más cercano a lo que debe suceder en esos dos países, se construyeron discursos que oponían el campo de lo nacional al campo de lo antinacional. Así, unitarios, conservadores y antiperonistas (gorilas), representarían en la historia argentina lo antinacional, es decir, lo pro-imperialista y vendepatria. Por el contrario, federales, peronistas y radicales (algunos los agregan, otros no, porque se trata de una afirmación arbitraria), serían las expresiones auténticas y legítimas de la defensa del patrimonio material y cultural del país. Las únicas válidas: el resto no merecería su existencia.
Estas viejas dicotomías se reavivaron con el conflicto agropecuario. El gobierno y el campo se disputaron la representación del campo de lo popular y de los intereses nacionales. ¿El resultado? Una confusión donde aparecían conchudas golpeando las cacerolas contra las decisiones apresuradas de algunos papanatas y zanahorias. Al final -aunque todavía no lo hay-, el gobierno perdió popularidad y se evidenció que el campo no era tan popular a pesar del asado, el folklore y la brutalidad de alguno de sus dirigentes.
En esta misma lógica algunas agrupaciones políticas solían (y suelen) asimilar casi matemáticamente la conquista de América y su posterior saqueo a lo sucedido cientos de años después durante los gobiernos débiles y las dictaduras de los siglos XIX y XX. Entonces San Martín y Perón pueden converger sin objeciones en un mismo plano. Y hay más: a estas figuras-próceres se les llegó a adosar a Justo José de Urquiza y a Juan Manuel de Rosas -a pesar de tamaña contradicción-. De hecho, el dirigente sindical José Ignacio Rucci tenía en su despacho un cuadro de Perón junto a uno de Rosas… Si viviera seguramente colgaría también uno de Maradona, salvo que fuera Riquelmista. Y seguramente seguiría en su puesto gremial.
Las similitudes de este tipo no son más que simulacros que dejan de lado el análisis de sus contextos específicos, o sea, diferentes. Abonan el conflicto, pero simplifican el debate sobre los intereses en juego. En el marco de la guerra de Malvinas, el reduccionismo llevó a que miles de argentinos tomaran partido por “uno de los dos bandos enfrentados” que se planteaban (cualquier similitud con el fútbol no es pura coincidencia): el de la soberanía de la República Argentina y América Latina, frente al del imperialismo, cuya figura visible era Margaret Thatcher. Y el pueblo compró masivamente, como en el Mundial ’78. Pero lo que el discurso ponía en conflicto era sólo parte de una maniobra de la dictadura, un engaño alevoso. Porque los intereses del gobierno argentino tenían que ver con perpetuar su propia soberanía, y no la del pueblo, impedido por entonces de movilizarse, expresarse y elegir a sus representantes, vale decir, impedido del ejercicio de la soberanía que por definición en él radica. No está demás agregar que después, aquellos miles que desayunaban las novedades bélicas con café con leche y medialunas les dieron la espalda a esa muchedumbre de jóvenes anónimos que ayunaban, acataban órdenes, combatían y eventualmente morían o ansiaban morir. Y que las Madres de Plaza de Mayo fueron acusadas de vendepatrias por no apoyar la guerra.
El pensamiento bipolar lleva a estigmatizaciones fraudulentas y a actitudes un tanto hipócritas. También lleva a concluir de antemano y dogmáticamente que lo estatal, por simple naturaleza, siempre es mejor que lo privado, o viceversa, salteando el debate sobre las condiciones del caso concreto en cuestión sólo porque no les conviene a determinadas corporaciones políticas o económicas (o a un mix de ambas). Y, lo que es peor, con frecuencia lleva a faltarle el respeto a las instituciones en el momento concreto en que se interviene en ellas. Así difícilmente se pueda evocar la participación digna, responsable y genuina.
El compromiso con la realidad social consiste también –o más bien- en hacerse cargo de los propios actos, el resto es chamuyo. Las certezas morales y los absolutos reducen el debate profundo de lo común y la posibilidad de elaborar alternativas. Una de ellas sería dejar de ver al mundo en blanco y negro, o sea, alejarse de las dicotomías simplistas, y reivindicar el debate constructivo de una buena vez.
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