Txt: Quintín Palma
Desde siempre lo llamaron el Chango. Él nunca supo por qué. Llegado el caso que lo apretaran mucho con alguna respuesta, susurraba diciendo que se lo habían puesto en la época de jardín. Ése lugar que cuando volvemos de grande nos parece una miniatura. Cuando el Chango hablaba bajito, no era por timidez, si no que desconfiaba de la veracidad de sus propios dichos. “Si, entre varios, digo algo con un tono suave no voy a correr el riesgo de que todos me presten atención”, confesaba en una de las tantas tardes que venía a hablarme.
Sólo conmigo se desnudaba a través de relatos sinceros y crudos. La confianza siempre fue una responsabilidad pero cuando se presenta de manera tan singular, a uno es como que le pesa un poco más. Igual, no me quejo. Ya sé que no se puede vivir con una espalda liviana.
El Chango tuvo tantos hermanos como padres, será por eso que luego se apuraría a tener al coloradito de Luquitas, su hijo, para poder amarlo de una manera que no hicieron con él. También se comprende su escapada para siempre del hogar luego de que Luquitas se independizó económicamente con una ostentosa panchería que además vendía cassettes usados y muy bien cuidados. “Veinte años de padre fueron lo justo y necesario”, dijo una tarde más fresca que las habituales. A veces la cobardía acciona de manera inesperada sólo para los otros. El Chango, en algún punto, esperaba rajarse con más ganas que las de un preso perpetuo. Es una pena que ahora no tenga escrita la dirección de la casa de pasillo de Luquitas. Aunque guarde rencor, al ser criado con amor, estaría necesitado de escucharme. Tengo tantas cosas para contarle de su padre.
El Chango se enamoraba muchas veces pero no muchas de él. Por una cuestión de tiempo. Chango era un enamoradizo de horas, días y nunca llegaba a meses o años. Una de las preciosas excepciones fue la relación con la florecida mexicana que usaba enteritos de variados colores, sandalias coquetas, pulseras de hilo y collares de bambú. Quizás, duró tanto el fuego entre ambos, por la distancia de fronteras. Viajaban de vez en cuando. Se turnaban según las estaciones del año. Recuerdo la tarde en que el Chango llegó nerviosamente a la iglesia y con muchísimas lágrimas retrató su solitaria noche anterior, en la cual, estuvo tirado en la pieza dandolé, a la mexicana, besos imaginarios. “¿No estaré sufriendo por una espera que, en algún momento de la vida, quedará en el olvido?”, preguntó sin querer escuchar mi respuesta. Pobre, para volver a verla, todavía le faltaba que terminara todo el otoño.
Hoy me toca darle la bendición otra vez. Él, en su ataúd. Y yo, sin mi vestimenta litúrgica. Los velorios, son ésos momentos en los que el difunto se daría cuenta con mayor precisión quienes estaban dispuestos a asumir la confianza que él había obsequiado. Como así también, la ausencia de personas que hubieran estado si él no hubiera vivido escapándole a ciertas situaciones cotidianas.
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