
Fragmento de su nuevo libro, Asesino
El 19 de septiembre de 1994, al día siguiente de que Rafael Arrieta llegara a Buenos Aires luego de atravesar una pesadilla carcelaria de casi un año, yo estaba instalado en una de las mesas más ocultas de Liberarte, el bar y centro cultural ubicado en un sótano de la calle Corrientes, leyendo muy interesado la noticia de su liberación publicada en Clarín.
Conocía perfectamente el laberinto lunático de la justicia carioca, y todavía podía recordar con cierto viscoso impacto espanto las celdas de la 14ª Delegancia de Leblon, donde había estado preso dos décadas atrás. Así que me identifiqué de inmediato con las penurias del guía de turismo. No hay delito que justifique la perversa sofisticación del castigo carcelario.
Siempre leí con un interés casi adictivo las noticias policiales; suelen ser la zona más refrescante de cualquier diario. Su verdadero nombre debería ser “Delicuenciales”, ya que son los que cometen un delito (y no aquellos que lo reprimen) los auténticos protagonistas de los sucesos que allí se narran. Estoy convencido de que cualquier lector recuerda el nombre de al menos tres o cuatro delincuentes legendarios y rara vez el de algún policía heroico. No existen los héroes a sueldo. En “Policiales” todavía se puede husmear el aroma de la selva de la vida, que en las pasiones criminales (aun en las más crueles) laten las salvajes remembranzas de nuestra animalidad extraviada. Quizá la única narrativa posible en los diarios de hoy sea la que leemos en la sección Policiales.
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