31 diciembre 2008

La columna del Domingo

Capítulo XXVII - Manifiesto de un humano temeroso

Ah bue, ¿son capaces de decirme que no tienen miedos?. No se atrevan. Las multitudes se mueven de un lugar a otro, en busca de desempleos claro que no pero sobran los que consiguieron lo que no fueron a buscar. Entonces, los impuestos se multiplican y las deudas asoman su cabeza desde bolsillos secos. Así, eso de que lo prometido es deuda queda tan sólo como un oxidable refrán.
La sociedad se fragmenta, se separa y se venden pedazos de recuerdos para cancelar papeles burocráticos que aparecen en los buzones de cartas o debajo de las puertas. Ah bue, no pasemos todo por la guita. Si un ron barato te mira destapado para que lo ingieras, ¿está siendo desleal o no le quedó otra?.
Los perros andan mirando feo. No se atrevan a decirme que no. El otro día, sentado en un banco, respiraba con expansión -como quien llega al límite de una larga jornada- y balbuceando algunas palabras entrecortadas le dije al ovejero alemán que se retirara de mi lugar. Nos miramos. Tanta inmovilidad del perro logró perturbarme. ¿Querés que me vaya?, le tiré yo (claro, él no lo iba a susurrar). Siguió tan inmóvil que seguramente le daría envidia a las estatuas vivientes de las peatonales que al fin y al cabo, siempre tienen aunque sea algún rulo con ganas de declararles la autonomía que hacen que nos demos cuenta de que son simplemente mortales. Volviendo. Alguno de los dos estaba de sobra: o perros o humanos. Fue el latiguillo que pensé. Decidí irme caminando porque la decisión no la iba a tomar el roñoso canino. El 4 patas empezó a seguirme, se hacía el desinteresado porque cuando frené mi tranco, él hizo lo mismo pero miró para otro lado. Avancé y el perro volvió a arrastre hacia mí.
No me iba a joder la tarde, lo cagué y abruptamente fui a parar un taxi que carecía de calcomanías en sus parabrisas más que un par de obleas obligatorias. Ahora, mi suerte estaba en manos de un tachero, eso pone nervioso a cualquiera. No se atrevan a decirme que no. Las sendas peatonales ya pasaron a ser un ornamento del asfalto y un par de bocinazos salvaron a un que otro peatón que con auriculares puestos alejaban toda chance de conciencia vial en sí.
Carburando de que es tan violenta la marcha que llevamos, la sucesión de los hechos y el vertiginoso apuro de todos por llegar, que fácilmente olvidamos hasya lo de ayer: el éxito, la gloria de hoy, no sirven para mañana.
Igual, cometo el error de olvidar las moralejas que aparecen en lo cotidiano y salgo despelotadamente de madrugada en busca de algún hueso. Espero que ningún perro se atreva a esconderme o a espantarme mi dicha pasajera.


Txt: Quintín Palma

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