Su ventanal era la envidia del pueblo. Está bien que era el único edificio y eso le daba un hándicap singular pero eso, no desacreditaba el cuidado que tenía. Jamás una telaraña, siempre pintado de color manteca y las cortinas, hacían juego con los rasgos de los pueblerinos que habitaban el lugar.
Todos se acercaban a él, la mayoría, interesada en su ventanal, la minoría, le gritaba desde la calle de tierra para ver si les abría como para al menos, dejarlos ver un rato, por esa prodigiosa vista. Ya se había convertido en un mirador para los no tantos habitantes de aquel pueblo. Era otra cosa observar las nubes desde ahí: sorprendía lo cerca que se estaba de ellas cuando uno se paraba frente al ventanal, los más ingenuos sentían estar en la situación de un piloto de avión, varios pensaron en una escalera gigante para llegar a tocarlas y estaban los atontados quienes con los ojos seguían el movimiento de cuando el viento las sopla hacia otra dirección.
Eran doce los metros de altura, parece muy poco si tenemos en cuenta una Torre Eiffel en París, un Monumento a la Bandera en Rosario o cualquier edificio de alguna metrópolis. Es cierto. Pero en los habitantes, el ventanal, era lo más cumbre que habían presenciado en su vida. Solamente el viejo Ordoñez, famoso por los deliciosos frutos que daba su huerta, salió una estación del año bien lejos y contó que en la ciudad había un montón de ventanales para contemplar a las nubes. Nadie le creía, es que en el pueblo necesitaban ver para entender. Igual, saludaban a Dios todas las noches antes de irse a dormir, eso –exponían- era una cuestión de fe. En cambio, Ordoñez, el único ateo de la zona.
Muy servicial el afortunado paisano que tenía la vista más buscada por todos. No regateaba nada. Recibía a todos los que querían ver las nubes de cerca. Varios llevaban hojas A4 como para dibujarlas, muchos grababan en la mente la imagen como para llevarlas descriptivamente luego a su rancho y las paisanas -que tenían el matrimonio en peligro- pedían un turno como para reconciliarse con ese paisaje de fondo.
Él, no tuvo nunca en su armario el traje de la ostentación, en una época aprovechaba su rol e invitaba a paisanas para que juntos vieran el pueblo en miniatura y se acercaran a las nubes que variaban según sus estados de ánimos. Esa, fue la teoría insubordinada que había formulado aquel paisano. Según él, llovía de manera inconmensurable o apenas caían gotas según lo tan angustiada que estaban, soleado quedaba si ellas estaban radiantes, alegres y, por el contrario, cuando todo estaba despejado, ellas habían decidido esfumarse un rato de la vida. “Las nubes pueden desaparecer un rato del mapa, que envidia!”, decía el paisano quien resultaba incomprendido para un pueblo que envidiaba su ventanal y no quería comprender más que eso. Él, con el paso del tiempo, dejó de disfrutar de su vista. La monotonía lo alejaba de la sorpresa y de todo análisis que había evacuado con las nubes. No lo comunicaba pero se le notaba porque ya dejaba que ingresara cualquiera y pasaba su mayor tiempo en el agraciado comedor. Lejos de la codiciada panorámica. Una tarde despejada quiso desaparecer también él y se fue a lo de Ordoñez. Era el único que no había aparecido en todo éste tiempo y eso a él, lo intrigaba.
No volvió más a su hogar, sembró semillas en la huerta, se contagió del ateísmo, armó con barro seco la primera loma de burro de la zona y una tarde, enamoró a la sobrina de Ordoñez confesándole que había sufrido demasiado estando siempre en el mismo lugar. Eran grandes. Igual, salieron a viajar juntos desterrando el sedentarismo y el paisano, saldría a guiarse según las nubes, había aprendido mucho de sus estados de ánimos.
El ventanal no volvería a tener dueño. Todo el pueblo se acercaría al lugar pero nadie permanecería ahí porque el miedo de que algún día caiga el paisano, quien nunca más regresaría, era demasiado grande.
Txt: Quintín Palma
No hay comentarios.:
Publicar un comentario