Guardó en su bolso casi todos los días de la semana y aquella tarde decidió sacar a relucir un jueves. Hasta que se dió cuenta pedaleó contra la pendiente durante varios minutos, fue tanto el esfuerzo corporal que confió hasta en la idea de que las agujas del reloj de su muñeca se habían frenado en esos instantes de pantorrillas marcadas. Por eso no volvió a saber el tiempo de aquel día elegido. “Solamente es cuestión de acostumbrarse”, maduró, mientras ataba la bicicleta a un árbol. No tenía que disfrazarse de peatón ni realizar trámites que pasan al olvido, si no que castigó a la bici por el esfuerzo ante la pendiente. O sea, una penitencia. Le costaba hacerse cargo de sus acciones y en este caso, la culpa del cansancio fue del objeto. Rajó en un taxi aunque haya subido cruelmente su tarifa y no volvió a buscar la bicicleta. Pensó en cambiar de día pero el bolso, ya estaba muy bien cerrado.
Tenía dos billetes y entre ambos sumaba $7. El tacho, lo alcanzó bastante y caminó un par de cuadras hasta el bar, dónde se iba a encontrar con Manola quien iba a fiarle como siempre. Ella, no se caracterizaba por ser muy requerida por los babosos comentarios masculinos y tampoco pasaba desapercibida, es que tenía un verruga que le iba desde la pestaña derecha hasta el prominente mentón. Se reía apocadamente cuando los mamados del bar la llamaban la heroína del barrio porque jugaban con su nombre: “La superhéroe que saluda o meeen, hola!”.
Cuando lo vió venir, sonrió. Estaba extenuado y era inaudito verlo perdiendo el equilibrio estando totalmente sobrio. Se acercó a Manola, no le hizo ninguna mueca, y le pidió unas cervezas frías. Le dijo que no se las iba a pagar. “No hay problema hombre, cuántas veces usted nos ha pagado a fin de mes”, tiró la moza. “Pero ésta vez no la pago nunca más Manola”, le retrucó. Casi siempre actuaba con brutal sinceridad. A Manola, eso le gustaba o al menos, lo daba a entender gestualmente. Destapó los envases con la barra de madera y se desplomó en una silla con dudoso respaldo confortable.
Al rato, ya estaba hablando con él mismo en voz alta: “Quedaste sin guita, dejaste la bici en otro barrio, fuiste caradura con Manola que es muy piadosa contigo, ahora saldrás a preguntar la hora, el regreso a tu hogar no está en tus planes y alrededor están pidiendo los postres, se ve que se te hizo bastante tarde otra vez”, cambió los dedos de la mano porque la enumeración se extendía. Se sintió mirado y entonces salió errante hacia el baño a seguir detallando. Ahí sí, pudo charlar con él. Se puso cara a cara con su retrato, es tan gigante el espejo del añejo bar que no llegan nunca a limpiarles las pocas telarañas que cuelgan del marco. Pudo reprocharse todo lo que estaba haciendo con su día, se lo dijo en la cara. ¿Cuál mejor psicoanálisis que ese?. Juró cambiar y se arrepintió de sus actos con la furiosa mirada que callaron sus ingenuas expresiones verbales que retumbaban en las paredes. Otra vez, se había descarrilado y no estaba agendado de antemano. Esperó cambiar varias de sus actitudes pero cuando bajaba el alcohol, casi siempre, volvía a caer en los mismos errores que prometía no volver a cometer.
Txt: Quintín Palma
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