Caminamos por las calles con el ceño fruncido y la mirada atenta, con los sentidos en estado de alerta, ante un peligro desconocido pero siempre acechante. Los espacios de comunicación e interacción hoy parecen ser zonas de frontera, en las que el otro se nos aparece como alguien lejano, de quien debemos desconfiar.
No hay que hablar con extraños. Hay que avanzar y avanzar. Detenerse en el otro implica el riesgo de exponerse a ser asaltado. O, peor aún, de encontrar una mirada que nos devuelva, en esos otros ojos, aquello que no queremos ver y que nos hace temer.
Aislados, los individuos colocan rejas y alarmas con el objetivo de controlar su incertidumbre. Son voluntades atomizadas, portadoras de miedos incomunicados entre sí, cuyo horizonte se disuelve donde terminan sus propiedades.
Estamos regidos bajo una estrategia de encerramiento con dos polos. Prolifera la construcción de condominios y countries, donde las clases medias y altas se amparan de los crecientes “peligros externos”. Al mismo tiempo, con un reclamo de esos mismos sectores que se produce por oleadas, aumenta el número de detenidos en las cárceles.
Y, sin embargo, el mutuo encerramiento provoca mayor sensación de inseguridad.
La estigmatización del otro se traslada a la geografía urbana. Hay lugares que –desde la mirada de las clases medias y altas– se declaran no sólo inhabitables sino también decididamente intransitables, en los que es mejor “no meternos”, de los que tenemos que huir.
Las zonas intermedias entre el trabajo y la casa son espacios que hay que recorrer con apuro y ligereza. Los autos se vuelven cada vez más rápidos y los vidrios se tornan cada vez más oscuros. El miedo impulsa la velocidad.
(..seguir leyendo a Manuel Barrientos, licenciado en comunicación..)
07 abril 2010
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