27 septiembre 2009

Luces en la caverna oscura


El suplemento "Señales" del diario La Capital publicó una nota muy interesante escrita por el mismísimo Bob Dylan. En ella el cantautor relata sus primeros años en la gran manzana.

Apagué la radio, atravesé la sala, vacilé por un instante y puse el televisor en blanco y negro. Estaban dando la serie del Oeste Wagon Train. Las imágenes parecían centellear desde un país lejano. También lo apagué y me fui a otra habitación, una sin ventanas con la puerta pintada; una caverna oscura con una biblioteca hasta el techo. Encendí la luz. La presencia abrumadora de la literatura que se respiraba en ese cuarto te empujaba de forma implacable a abandonar tu pasión por la idiotez.

Las referencias culturales con las que había crecido me habían dejado el cerebro tiznado de hollín. Brando. James Dean. Milton Berle. Marilyn Monroe. Cucy. Earl Warren y Jruschov, Castro. Little Rock y Peyton Place. Tennessee Williams y Joe Di Maggio. J. Edgar Hoover y Westinghouse. Los Nelson. Los hoteles Holiday Inn y los Chevrolets. Mickey Spillane y Joe McCarthy. Levittown.

En aquel cuarto todo eso quedaba reducido a una broma. Allí había de todo, volúmenes sobre tipografía, epigrafía, filosofía, ideologías políticas. Material que hacía que te saltaran los ojos de las órbitas. Libros como El libro de los Mártires, de Juan Foxe, Los doce césares, los discursos de Tácito y las epístolas de Bruto. El estado ideal de la democracia, de Pericles, El general ateniense, de Tucídides, un relato que producía escalofríos. Escrito cuatrocientos años antes de Cristo, sostiene que la naturaleza humana es siempre enemiga de los valores superiores. Tucídides muestra cómo ha cambiado el significado de las palabras hasta sus días, y de qué modo las acciones y las opiniones pueden dar un giro de ciento ochenta grados en un abrir y cerrar de ojos. Me daba la impresión de que nada había cambiado de su época a la mía. Había novelas de Gogol y Balzac, Maupassant, Hugo y Dickens.

Normalmente abría algún libro por la mitad, leía unas pocas páginas y si me gustaba empezaba por el principio. Materia médica (causas y curas para la enfermedades) era muy bueno.

Buscaba llenar con aquellas lecturas las lagunas que había en mi educación.

A veces abría un libro y encontraba una nota garabateada a mano, como en El Príncipe, de Maquiavelo, donde alguien había escrito: “El espíritu del buscavidas”. “El hombre cosmopolita”, podía leerse en la cubierta del Infierno, del Dante.

Los libros no estaban dispuestos según un orden particular ni por temas. El contrato social, de Rousseau, estaba junto a La tentación de San Antonio, y La Metamorfosis, de Ovidio, espeluznante cuento de terror, junto a la autobiografía de Davy Crockett.

Hileras interminables de libros: el de Sófocles sobre la naturaleza y la función de los dioses, que explica por qué existen dos sexos únicamente.

Alejandro Magno marcha sobre Persia; cuando la conquista, a fin de mantenerla bajo su domino, anima a todos sus hombres a casarse con lugareñas. Gracias a eso, jamás tuvo problemas con la población, ni se vio obligado a aplastar revueltas u otras cosas por el estilo. Alejandro sabía cómo hacerse con el control absoluto. También estaba la biografía de Simón Bolívar.

Me apetecía devorar todos esos libros, pero para ello tendría que haber estado recluido en un asilo o algo parecido (...).

Muchos de esos libros eran demasiado voluminosos para resultar manejables, como zapatos gigantes para gente con pies enormes.

Leí sobre todo los de poesía. Byron y Shelley y Longfellow y Poe. Memoricé el poema de Poe “The bells” y busqué un acompañamiento para él con la guitarra (...).

Vendedores de humo

Había un libro de Sigmund Freud, el rey del subconsciente, llamado Más allá del principio del placer. Lo estaba hojeando cuando Ray entró, lo vio y comentó: “Los mejores en ese campo trabajan para agencias de publicidad. Venden humo”. Repuse el libro en el estante y ya no lo volví a agarrar.

Pero leía una biografía de Robert Lee. Su padre, que había salido desfigurado de un altercado (le habían echado lejía en los ojos) abandonó a su familia para irse a las Antillas. Robert E. Lee había crecido sin padre, pero se acabó convirtiendo en alguien. No sólo eso, sino que fue únicamente su palabra lo que impidió que Estados Unidos entrara en una guerra de guerrillas que probablemente habría durado hasta hoy. Los libros eran algo fantástico. Sin duda.

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