Me apresuro a tranquilizar a los espíritus conservadores y a los partidarios de la pseudoliteratura impresa en Barcelona: no vengo a decir que Lost sea una novela, porque Lost es mucho más que eso: es “lo novelesco sin la novela”, eso sobre lo cual no cesó de reflexionar un instante Roland Barthes.
Lost no es sólo, por lo tanto, el mejor programa de televisión jamás realizado hasta el momento, ni tan sólo una extraordinaria película de una duración desusada, sino un experimento estético-cultural de una dimensión tan abrumadora (y desarrollado, para colmo, desde el corazón de la chatarrería) que nos costará reponernos de sus efectos tóxicos: ¿Qué habremos de ver, después de Histoire(s) du cinéma y de Lost? ¿Sobre qué conversaremos en las fiestas? ¿Dónde habremos de buscar las preguntas que importan en relación con nuestro propio presente?
Lost no es (nunca fue) una serie episódica, sino un relato unitario, clasicista (realista) y arcaizante (lo mismo puede decirse de Kafka, de Beckett, de Pasolini). Al mismo tiempo, Lost se postuló como la narración del final de los tiempos y del más allá de la Historia, y se interroga cómo y por qué, habiendo ya perdido la humanidad sus rasgos y sus propiedades (habiendo desaparecido el “ser humano” como tal), la guerra, la violencia y la destrucción siguen existiendo y, sobre todo, cómo el relato sigue existiendo.
Tiene, en ése y otros muchos aspectos, un antecedente célebre: El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon. Como aquella novela insoportable movilizó todos los saberes para decir sencillamente que no sirven para nada, porque lo que siempre brilla (por delante o por detrás) es un conflicto primitivo entre la autoctonía, que nos devuelve siempre al barro del que alguna vez salimos, y la poiesis y su movimiento ascensional (conflicto encarnado en la figura de esos mellizos cuyas tribulaciones dominaron, con mayor o menor evidencia, la serie entera).
24 mayo 2010
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