06 marzo 2014

Un perro me mira



Hola primito Hugo:

                              ¿Te acordás de la última carta? Bueno, en mi última misiva te había contado sobre mis andanzas con el colectivo jipi y con los que me había hecho bastante compinche. Resultaron ser unos chamullentos, no eran ni tan jipis, ni tan colectivos. Al emprender mi viaje a Putaendo me pasaron una factura por haber disfrutado de su retiro y haber absorbido su sapiencia. Yo les dije que no era ningún lolo y mucho menos un weón caído del catre así que retiré de mi pie la chalita de cuerina que me regaló la tía Teresa, tu madre, y se la zampé en la cara.
                                Así me fui a Putaendo, medio carepoto, porque vos sabés que a mi me gusta confiar en la gente pero hay cada culiáo que se la da de winer que me hace pensar si este mundo no está hecho para los ventajeros.
                                Por fin llegué a Putaendo y me perfilé pal camping de Los puquios pero Benaiga dios que estaba carozi así que, como sabés un levantáo é raja, me fui solito pa las cerqunías del Aconcagua (me gasté diez dolarucos de los que me dio la Tía Teresa para una bolsa de dormir y unos hongos pal arroz, apenas venda un sahumerio, te los devuelvo). Me asenté cerca de un abedul y me puse a hacer una fogata para cocinarme un arrocito con hongos como lo hace el primo David. Comí y me tiré en mi novedosa bolsa de dormir a descansar, sabés que soy un seco é pestaña y no hay cosa más linda en mi vida que dormir.
                                  A los minutos escuché un ruido entre el ramal y desperté sobresaltáu, apenas pude abrir los ojos me di cuenta de una cosa que me dejó con el poto a dos manos. A mis pies había un perro que me miraba, me miraba fijo, como enojáu el webón. No dije nada, traté de moverme pero era como que su mirada me inmovilizaba, tenía un julepe de la santa Silvia. Imaginate el julepe que una gota de transpiración recorría mi semblante en temperaturas cercanas al bajo cero. La tensión crecía y crecía, y el perro sólo miraba. Lo que parecieron horas corrieron por mi costado en pleno silencio y la mirada del misterioso can me dejaba heláu. Hasta que en un momento, abrió su boca y para mi sorpresa me dijo “¿te sobra algo de ese arrocito?”. “Cachaí! Un perro que habla!” dije yo y compartimos la comida durante unas horas. Me contó de su historia, la familia y sus proyectos futuros todo ante mi asombro, que no era tanto ni tan poco. El perro se fue y me dejó un número de celular, yo me fui a dormir de nuevo.
                                  Por la mañana, me encontré nadando en restos de arroz y hongos como si hubiese estáu lost toda la noche. Recogí mis petates y partí. A lo lejos una familia me miraba con cara recelosa y me gritaban cosas feas “alejate del firuláis emparaguaó de porquería” mientras protegían al perro con el que yo había charlado la noche anterior.
                                 “Los hongos tenían algo raro, es la única explicación” me dije pero cuando me había convencido me di vuelta y te juro, te lo juro por la vida de la tía Teresa que firuláis, el perro, me dijo “llamame”.

¿Sabés qué? 
 Lo voy a llamar.

Te quiere
El chico Beto

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