Por Roberto Pettinato para PERFIL
Más de uno hemos aprendido lo que era el mecanismo de negación cuando se separaron los Beatles. Nos dijimos: “No podemos superar este trauma familiar, así que... no existirá”. Si lo pensamos bien: no hubo “cuerpo político” –por así decirlo– más potente que el mensaje de estos cuatro de Liverpool al mundo, que laceraron generación tras generación con el tema Revolución, hablándoles a los que manejan el mundo: “Si me pedís que colabore para gente con mente con odio como vos, te digo: hermano, no cuentes conmigo, preferimos saber que te cambiamos la cabeza”. Por estos mensajes, como el final de Paul en Argentina cantando: “Y así se llega al Final en el que te darás cuenta de que el amor que recibís es proporcional al amor que das”, les digo: es imposible que no pueda llorar en este instante al escribir estas líneas. Y con sólo 14 discos y cientos de otros mierdosos de su carrera solista, se construyó a este tótem, a este monstruo que conoció la fama desde los 17 a los 68 (¡!) años sin interrupción. Y como si fuera poco: es tan sólo una cuarta parte de la pirámide mágica, misteriosa, drogota, sentimental capaz de esparcir felicidad al mundo con sólo poner un tema y esos cuatro eran los Beatles y este único era Paul McCartney.
¿Por qué cuento esto? porque esto, todo esto, tiene que ver con lo que sucedió en el recital. No tiene sentido hablar de canciones, de las pobres coberturas periodísticas diciendo: en esta página pongamos la lista de temas. Jajaj. ¡Pobres infelices! ¿La lista de temas? Se tendría que poner la lista de lo que se aprende tan sólo por vía oral y genética que pasa de padres a hijos y así hasta que el mundo termine. porque cuando el mundo termine es muy probable que lo único que nos quede sean estos mensajes de felicidad y amor y... una botella de Coca-Cola. Fue el único concierto en mi vida, tras haber compartido dos días junto a Frank Zappa, visto a Miles Davis, visto a Pink Floyd en los buenos tiempos... fue este el único en donde todo un estadio no podía ni vibrar del respeto hacia el artista. El único en el que mi hijo me preguntó: ¿por qué no se sienta la gente para que los de atrás podamos ver mejor? Y yo me contesté: la gente no se sienta porque... ¡no lo puede creer!, eso es todo. Fue el único concierto en la que gente vino a ver para creer. Vino a mirar la pantalla y chequear si coincidía con la personita de 18 cm que estaba ahí de pie con un ukelele de 4 cuerdas... o que a las dos horas conseguía explotarle el cerebro con Helter Skelter, un tema que podía dejar a Sumo como una banda cristiana de boludos o llevar a decir a Charles Manson que fue la música inspiradora para la matanza de la familia de Sharon Tate y Polansky en los 60. De esto se trató Paul McCartney, o Macca, como le dice la prensa inglesa: un artista recuperado, por siempre destrozado por la prensa, y puesto ahí nuevamente para disolver la nostalgia o los sentimientos. McCartney estaba ahí para devolverte lo que nunca se te fue: la felicidad con potencia que te permite vivir por siempre, ver sonreír a tus hijos si les pones Submarino Amarillo... como si hubiesen sido capaces de sintetizar todos los buenos sentimientos del mundo a través de la música y por eso no morir hasta que desaparezca el último de nosotros. Todos lloramos pero de alegría, de saber que nuestro corazón es bueno. Lloramos de comprobar que elegimos bien nuestro camino de personas incapaces de matar y muy capaces de elegir gobiernos, políticos y la mierda que se les ocurra. Lloramos no porque Luis Miguel es bonito de dientes: lloramos con contenido como si todos, en un conjunto, estuviésemos viviendo un parto de cientos de padres y madres abrazados y pidiendo permiso hasta para aplaudir. Esto no es un músico. Ya ni siquiera un gigante. Es una vacuna, la única que te protege contra el resto de la basura. Son gente, músicas, que fueron colocadas por energías del espacio exterior. No lo sé. Pero lo que sí puedo decirles es que si entraron una vez en tu vida, como lo hicieron hace cuarenta años, nunca más se irán, y no importa si vienen al país o no. Porque los países no existen más. Mi hijo me dijo: “Vamos a conocerlo. vamos al camarín”, y le respondí: “No. porque ya está. Dejalo así. Así tiene que ser. Así tiene que quedar”. ¡Hello! ¡Goodbye!
14 noviembre 2010
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