Después de Artaud por Enrique Symns
Hasta los 20 años, siguiendo el modelo bocarrivereño que parece modelar la cultura argentina, yo tenía divididas a las bandas de rock tal como a los escritores. Boedo era Roberto Arlt y Florida era Beatriz Guido. Yo era fanático de las bandas rockeras de “Boedo”, el rock brutal y callejero, con letras que se paseaban por las calles del mundo y construían verdaderos himnos sobre ese dolor en que consiste el mundo (Manal, Moris, La Pesada del Rock and Roll, Pappo) y enemigo acérrimo de la pandilla de “Florida” (Charly García, Spinetta). Era una enemistad abstracta y principista, ya que ni siquiera iba a los recitales de los integrantes del clan Florida ni jamás los escuchaba.
Hasta que a mediados del año 1972, mi amigo Florencio y su banda de pinchetos me arrastraron a la ciudad de La Plata donde asistí a un concierto de Pescado y comprendí que el misterio de la música desborda los diques clasificadores e inunda las regiones fantasmales de nuestras almas.
Todavía hoy recuerdo el terremoto emocional que me produjo el disco Artaud de Pescado Rabioso. Ni antes ni después, el rock nacional consiguió producir una obra construida con tanta sensatez pero capaz de producir un shock de insensatez profunda en quien la escuchaba. En la década del 70 los músicos nacionales fueron auténticos cazadores de unicornios sonoros, salían a buscar en la noche de la eternidad, animales que ni siquiera sabían que existían. Cuando sabe, el hombre lo es menos, porque su verdadero hogar es lo que ignora. Artaud no era un disco ni un grupo de canciones, dentro de esa masa informe de sonidos, cada músico había aportado su visita a las regiones de la ignorancia.
Esa pasta base de locura y poesía, de miedo y de extravío, se fue desgastando con el correr de los años. Los músicos se hicieron adictos a la certeza. Funcionarios aplicados de la normalidad. Cómplices aberrantes de las miserables creencias de sus espectadores. Las letras del rock nacional fueron un elogio a la normalidad, una ficción deplorable de cierta pasión dichosa, una exaltación fascista de la argentinidad. Hoy día ningún músico de rock nacional puede atreverse a denominarse a sí mismo “artista”. El arte es una tormenta, un virus despiadado que viene al mundo para destrozar las construcciones morales de la sociedad.
No me apasiona aunque sí me alegra el retorno de Pescado Rabioso, porque hace mucho tiempo comprendí que el ADN del rock es sajón y que los misterios y las artes vienen siempre desde el futuro. Desde que escuché a Portishead, Radiohead, Massive Attack, Tool, Mars Volta, Morcheeba y una centena de bandas inglesas de la nueva generación, el sonido de mi propio mundo ha cambiado. Me niego a escuchar Artaud del mismo modo que me niego a escuchar El lado oscuro de la luna (quizá la obra cumbre del rock mundial). Son los sonidos dolorosos de un mundo que se está extinguiendo. Y yo me niego a extinguirme con él.
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