09 mayo 2013

El exterminador de caballos



Por Federico Aicardi

Lo único eterno es la inexistencia de la eternidad

Como humanos tenemos la necesidad de experimentar algo eterno, algo que no termine, algo que no nos haga sentir finitos temporal ni de dimensiones. Detestamos tanto la idea de que somos azarosos, que nos convencemos de que cuando no estemos seremos energía (sí, energía) o que nuestra alma (algunos dicen que pesa 21 gramos) se va al cielo a vivir (oh, casualidad) eternamente. El concepto de eternidad cae desde el momento en que ningún ser vivo vive para siempre, por ende, el postulado tan cenicientístico de los finales de los cuentos infantiles es falso. Nunca nadie “vivió feliz para siempre”.
Sebastián Villar Rojas aplica el concepto de eternidad al amor y todo esto en una pastilla, ergo, crea en “El exterminador de caballos” la pastilla del amor eterno. Una forma de poder sentir para siempre eso que solamente sentimos algunas veces.

La vida no sonríe, se caga de risa

La obra cuenta la historia de Rafael y Marina, una pareja como todas, de esas que ven como zafarla mes a mes, de esas que están sub ocupadas, de esas que sueñan con la casita propia, de esas que pasan por el frente de los incendiables mega complejos habitacionales y sienten que las puertas son los dientes de una carcajada que va dirigida a ellos. Rafael junta cosas del pasado porque el pasado es la moda del futuro. Marina es moza, o vendedora, o lo que le toque ser en cada instante. Marga es una amiga, esa amiga que tienen todas las amigas, esa que es un tiro al aire, la que se anima a todo. Ellos tres tienen presente pero no futuro.
Así, Rafael intenta empezar distintos negocios con la ayuda del dinero prestado y, detrás de todo dinero prestado se esconde alguien que lo presta que quiere que le devuelvan un poco más y, si no se lo devuelven, toma represalias. Marina cuestiona a Rafael en sus inútiles intentos por tener éxito mientras ella, más pragmáticamente, busca el dinero. Así, entra Goldman, el hombre de arcas incalculables y, como todo el que tiene plata -no sólo tiene la sartén por el mango sino que tiene la cocina, el microondas, la heladera y todo el edificio-determinará el destino de todos los personajes.
“El exterminador de caballos” es una historia de gente que busca algo cuando nada tiene. En ese lugar, la promesa de lo eterno, es todo.



La tiranía de los segundos

Quien se sepa adolescente en los noventa y joven en los dos mil se conoce como un televidente de sitcoms, alguna se ha cruzado por su vida, si no fue la archimegahiper famosa Friends, fue Seinfeld, o Two & a half men, etc. “El exterminador de caballos” posee un ritmo y estética muy ligada a este formato televisivo que tanto éxito ha tenido en el mundo entero. Los cuadros, escenas o actos contienen, en su mayoría, una batería incalculable de chistes, humoradas, guiños de los personajes que son altamente entrañables. Lo que puede llegar a no jugar a favor en esta propuesta teatral es que las sitcoms tienen una duración en televisión de alrededor de veinte minutos por capítulo, según la matemática que aplican los yanquis en sus series (y en esto los son geniales) ya que lo efectivo del chiste es esa condensación temporal que tiene. En “El exterminador de caballos” el efecto del humor muchas veces se disipa a merced de la duración de la obra, de la cantidad de chistes y de la vertiginosidad de los personajes. En algunos momentos nos perdemos entre tanta información o saturación de la misma.
Otra analogía con la sitcoms son los personajes, mientras los protagonistas (Biselli y Lorenzo) son los que mantienen el devenir de la obra, los roles secundarios son los que explotan en gracia. Marga y Goldman (Matricardi y Palavecino) son los Jack y Karen de Will & Grace. Los actores de “El exterminador de caballos” son los grandes responsables de mantener la comicidad viva porque se hacen carne de un texto que, en ciertos pasajes, pesa de excesivamente chistoso.
“El exterminador de caballos” es un trabajo que intenta importar ciertas estéticas televisivas al teatro con un sorprendente éxito (las risas del público lo confirman) y que, además, analiza el derrotero al que toda una generación está siendo sumida y donde lo único que queda es intentar tener algo para toda la vida, aunque eso venga en pequeños paquetes de dos grajeas.

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