19 junio 2013

El pudridero


Por Federico Aicardi

Alguna vez escribí en una crítica anterior que hay espectáculos que nos redefinen como espectadores, que nos hacen replantearnos nuestro rol de ser que especta un espectáculo a través de su propio decodificador de signos. Si nos gusta reflejamos en nuestro rostro los gestos de aprobación, si no, tratamos de disimular el desagrado (o no). Esta vez me encuentro ante un trabajo que me desafía como crítico, como persona que intenta  valorar con las herramientas que tiene una propuesta teatral. Sigo sentado divagando entre imágenes y anotaciones que me llevé e intento encauzarlas en una serie de palabras que encuentren un sentido, que se dirijan a algún lugar. Me siento como los personajes de la obra en cuestión, de "El pudridero", estoy parado en medio de la nada esperando lo que no llega y llenando el vacío de palabras, porque si las palabras sirven de algo, es para llenar un vacío que incomoda.

Pero acá estamos, rodeados de relojes, de almanaques y de vacíos.

La obra dirigida por María Cecilia Borri y protagonizada por Ilya Miljevic, Agostina Pratto y Juan Cantano parte de dos textos para construir este espacio irreconociblemente propio, Buscando la fecalidad de Artaud y La casa de dios de Marco Antonio de la Parra. De allí, de esa conjunción de heces y espiritualidad nacen Adán, Eva y Jesús o el loco de las muñecas cortadas, la mujer joven perdida para siempre y el dueño de todos los excesos. Estos tres seres se encuentran perdidos en ningún lugar o en todos los lugares, manicomio, purgatorio, páramo abandonado, marte, venus, la casa de mi abuela en funes, la parada del 144 un domingo o las verdes praderas en las que Heidi coqueteaba con su abuelo los tres condenados a existir hacen lo que hace un condenado que espera el fin, esto es, desesperar, volverse básico, animal, volverse mierda, volverse espiritual.
Es ahí donde sexo y suicidio se transforman en una tortura de lo inconcluso porque nunca llega el orgasmo,  porque las venas sanan su corte. En la desesperación se juega, se grita, se pelea, se generan alianzas tan débiles como esos tres cuerpos y se juzga a un público que es jurado de los que no tienen sentencia.

¿Será esta la promesa de eternidad?

La música en vivo juega un papel fundamental en "El pudridero", los ritmos a cargo de Simonel PIancatelli son pulso ritual en los momentos de mayor animalidad de Adán, Eva y Jesús. Cuando intelectualizar no basta para justificar el horror, lo animal reflota de nuestro interior. Y es ahí donde todo se vuelve un poco peligroso, en ese límite entre lo humano y lo animal, entre el sibarita y el caníbal, en esa finísima línea donde la selva es la única sociedad posible. 
Detrás de todo esto quedan los tecnicismos que pueden ser criticados, un abuso del recurso de la oscuridad que nos lleva a perderle el miedo, a restarle importancia, a acostumbrarnos a la ausencia de luz y en este tipo de trabajos (como muchas veces en la vida) el acostumbramiento lleva a la rutina y la rutina a la abulia. No hay nada más peligroso para la desesperación que la abulia, que la desidia, que la ausencia de sangre, la falta de pasión y nada de eso corre por estos personajes.

Nada de eso corre por estos personajes

"El pudridero" es un trabajo complejo para asistir, un trabajo movilizante pero alejadísimo de las risas que reconfortan. Interpela lo básico de nuestro ser y lleva a los extremos las consecuencias de la incertidumbre, del aburrimiento, del no saber para qué ni por qué estamos donde estamos. Eso es incómodo, como la mierda misma. 


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