El lector de verano
A la orilla del río Quilpo, en Córdoba, un hombre toma una gaseosa en su loneta, junto con su esposa. La toma mirando el paisaje. No son del lugar: están de vacaciones. Mira el paisaje y le comenta a su esposa algo sobre el placer de estar allí tendido, entre las sierras, frente al río. Ella asiente, dice no sé qué cosa sobre el aire que se respira. De pronto respira hondo, se ve que para confirmar que allí la naturaleza sólo tiene para dar buenas noticias. Lo invita al marido a respirar a conciencia. El comparte la sensación de bienestar y le acerca la botella de gaseosa. Ella toma y mira el paisaje. Hay pájaros que cantan. El río también susurra lo suyo cuando roza las piedras. Las piedras están allí, generosas, para quien quiera sentarse y dejar los pies en remojo, y el resto es verde para los ojos, verde y desinteresado, gratis el espectáculo de la naturaleza, su aire y el río. El matrimonio se mete, se zambulle. Antes de hacerlo, dieron un último trago a la gaseosa. Quedó vacía la botella de litro y medio. Nadan un poco. Ya frescos por el baño, organizan la retirada. El sol está cayendo. Sacuden la loneta, se ponen las ojotas, ella revuelve el bolso para buscar la llave del coche. La botella de gaseosa es de plástico, está vacía y espera sobre el pasto. El recoge su gorra, sus anteojos de sol, un protector solar. La botella espera. Guardan la loneta y ya se han ido. La botella de gaseosa, vacía, de litro y medio quedó tirada. Ahí tirada. Por supuesto, no se va a romper el ecosistema por una botella tirada; no se va a arruinar el río para siempre, ni se va a extinguir alguna especie animal. No cambiará el clima por ella ni se inundarán los pueblos aledaños. Nada se modificará sustancialmente en la naturaleza; nada grave sucederá, porque un hombre o una mujer no recogió para arrojarla a algún cesto la botella de la que bebió, mientras disfrutaba de un río amable, de un paisaje idílico, de un aire bondadoso. Nada pasará. Pero qué desagradecidos. Más tarde voy a enterarme de pequeñas historias que son reparadoras: un grupo de seis o siete amigos, habitantes de San Marcos Sierras, llevan, motu propio, sin que nadie se los haya pedido ni que se les pague por esto, bolsas de residuos de consorcio cuando hacen sus paseos por la quebrada, para ir recogiendo la basura que dejan tirada los turistas y así cuidar a la naturaleza de los desagradecidos; en Puerto Madryn, un grupo de buzos se organiza por su cuenta cada determinado período de tiempo para sacar del fondo del mar la basura que tiran los que están en los barcos. De estos gestos debe estar agradecida la naturaleza, que parece ser tan de todos y tan de nadie.
A la orilla del río Quilpo, en Córdoba, un hombre toma una gaseosa en su loneta, junto con su esposa. La toma mirando el paisaje. No son del lugar: están de vacaciones. Mira el paisaje y le comenta a su esposa algo sobre el placer de estar allí tendido, entre las sierras, frente al río. Ella asiente, dice no sé qué cosa sobre el aire que se respira. De pronto respira hondo, se ve que para confirmar que allí la naturaleza sólo tiene para dar buenas noticias. Lo invita al marido a respirar a conciencia. El comparte la sensación de bienestar y le acerca la botella de gaseosa. Ella toma y mira el paisaje. Hay pájaros que cantan. El río también susurra lo suyo cuando roza las piedras. Las piedras están allí, generosas, para quien quiera sentarse y dejar los pies en remojo, y el resto es verde para los ojos, verde y desinteresado, gratis el espectáculo de la naturaleza, su aire y el río. El matrimonio se mete, se zambulle. Antes de hacerlo, dieron un último trago a la gaseosa. Quedó vacía la botella de litro y medio. Nadan un poco. Ya frescos por el baño, organizan la retirada. El sol está cayendo. Sacuden la loneta, se ponen las ojotas, ella revuelve el bolso para buscar la llave del coche. La botella de gaseosa es de plástico, está vacía y espera sobre el pasto. El recoge su gorra, sus anteojos de sol, un protector solar. La botella espera. Guardan la loneta y ya se han ido. La botella de gaseosa, vacía, de litro y medio quedó tirada. Ahí tirada. Por supuesto, no se va a romper el ecosistema por una botella tirada; no se va a arruinar el río para siempre, ni se va a extinguir alguna especie animal. No cambiará el clima por ella ni se inundarán los pueblos aledaños. Nada se modificará sustancialmente en la naturaleza; nada grave sucederá, porque un hombre o una mujer no recogió para arrojarla a algún cesto la botella de la que bebió, mientras disfrutaba de un río amable, de un paisaje idílico, de un aire bondadoso. Nada pasará. Pero qué desagradecidos. Más tarde voy a enterarme de pequeñas historias que son reparadoras: un grupo de seis o siete amigos, habitantes de San Marcos Sierras, llevan, motu propio, sin que nadie se los haya pedido ni que se les pague por esto, bolsas de residuos de consorcio cuando hacen sus paseos por la quebrada, para ir recogiendo la basura que dejan tirada los turistas y así cuidar a la naturaleza de los desagradecidos; en Puerto Madryn, un grupo de buzos se organiza por su cuenta cada determinado período de tiempo para sacar del fondo del mar la basura que tiran los que están en los barcos. De estos gestos debe estar agradecida la naturaleza, que parece ser tan de todos y tan de nadie.
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