25 abril 2013

El mismo final (o la ausencia del mismo) - 1500 metros sobre el nivel de Jack



Por Federico Aicardi

(Creo que la crítica toma, algunas veces, distintas formas o formatos, creo que no siempre es un análisis técnico de un trabajo teatral, algunas veces se transforma en discusión, en introspección, en retroprospección y otras, simplemente, tratamos de llenar el vacío de una página en blanco.)

Cuando pienso en mi funeral, lo pienso de día, lo pienso soleado, lo pienso templado, lo pienso con un pelotazo en la cabeza de un pariente porque los chicos todavía no saben qué significa el fin de una presencia, lo pienso sin responso, conclusivo para muchos, sin viudas que golpeen los nichos, sin testamentos que repartan una vasta fortuna, al costado no hay una amante secreta, ni un hijo no reconocido, no hay cenizas que repartir en ningún lago del norte de Edimburgo, ni promesas de castidad de nadie, no hay crímenes que resolver, ni palabras que no se dijeron, no existen saludos pendientes, ni personas que deberían haber estado allí, lo que si hay, a lo lejos pero presente como la muerte misma, es el sonido de un violín y, a su lado, el silencio de la nostalgia, ese vacío que no lo puede llenar la llegada de otro vacío. Pasito a pasito me fui con todo esto dentro mío a sentarme en la butaca que me tocó en suerte, Fabio Fuentes toca el violín, Silvia Ferrari yace en una bañera muerta en vida, vida en muerta. La música cambia, el violín suena diferente, por la puerta Elisabet Cunsolo y Mumo Oviedo me sacan de este necrófilo momento y en un segundo todo cambió.

Por suerte, todo cambió.

1500 metros sobre el nivel de Jack nos lleva a “zambullirnos” en la historia de madre e hijo y la presencia de una ausencia. Jack, padre, está en el fondo del mar, no sabemos hace cuánto que está en el fondo del mar pero ahí está, en el fondo del mar. Madre espera su retorno compartiendo lo único que cree que puede compartir con el ausente, la suspensión en el agua, Porque no es la misma agua la que comparten, es la sensación de estar suspendida en ella y con esa suspensión, la suspensión del tiempo mismo. Cuando estamos suspendidos, no estamos o dejamos de estar. Eso es lo que la madre quiere, no estar en este momento, no esperar, no ser la que espera la llegada del que no llega y se hunde donde el tiempo se suspende, se hunde en el agua.
El hijo trata de sacarla de ahí, trata de inventar momentos, supuestos diálogos con su padre, se pasea vestido de buzo por un living que ahoga aún más que el agua. ¿Qué es lo que lo ahoga? ¿Es la constante búsqueda de respuestas de su madre, respuestas que él no tiene ni va a tener? ¿O es su madre?

No es necesario sumergirse para ahogarse, basta con no poder decir no.



A este lugar asfixiante entran la novia de Gastón, el hijo, a tratar de cambiar algo, a tratar de que esta ausencia que sufre la madre no se transforme en un agujero negro que se lleve a su enamorado a ese lugar del que es tan difícil salir, el lugar de la espera de lo que no llega. Mujer vs mujer, espera vs espera, la madre es devorada por su propio agujero negro, uno pequeñito que tenemos todos en casa.

De ahí, nada será lo mismo.

Es que la madre pasará a formar parte de ese 65 por ciento de este planeta, ese 65 por ciento de agua que amenaza con inundar nuestra árida rutina, esa rutina tan seca y tan cómoda pero que nos deja inmóviles, innombrables, imposibles de recordar. Es en ese momento donde Oviedo, Cunsolo y Fuentes deberán lidiar con tres ausencias, con la del padre, con la de la madre y con la ausencia de un cuerpo en la bañera.
Los vacíos son así, son lugares que alguien tiene que llenar o siempre serán vacíos. Como un violín vacía el silencio y llena de vacío una habitación, otro cuerpo en la bañera es un nuevo comienzo para el mismo final (o la ausencia del mismo).

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