Varios integrantes de MTQN deben andar por ahí con sus lecturas de verano, tuvo una el webmaster de éste blog y decidió contar algo sobre ella. Los otros compañeros del staff lo irán haciendo, lo harán o simplemente contarán lo suyo al aire en el mes de marzo.
Uno de los libros que he leído en éste verano y es el motivo de éste posteo, fue lanzado en las librerías hace 10 años. Un amigo cinéfilo me hizo llegar una reedición de Tokio ya no nos quiere. Novela de un tal Ray Loriga que tiene fotos con lentes a lo Morrison, trabajó con Almodovar porque hizo varias películas además de libros y hasta le pagó un café al mismísimo Dylan en una charla perdida por algún lugar de occidente. Un consejo de amigo y un curriculum del autor que me entusiasmaron muchísimo.
“La memoria es el perro más estúpido, le lanzas un palo y te trae cualquier cosa”, dice el protagonista de Tokio ya no nos quiere (1999). Páginas más adelante agrega algo eufórico: “¿No es estúpida esa fe que la gente deposita en el pasado, como si el pasado fuera más cierto que el presente o el futuro?”.
El personaje principal (que en ningún momento sabemos cómo se llama) es un dealer. Trafica una sustancia que permite olvidar los recuerdos no deseados. Su trabajo, eso sí, no es aislado; todo es parte de una empresa que lucra con la droga, una multinacional que despacha pedidos en todo el mundo .
Y el protagonista, digamos, no le es muy fiel a la empresa. Desde hace un tiempo que le llegan recados de que no está haciendo muy bien la pega. De que consume el producto que debe vender. Pero él no toma en cuenta los avisos porque, ¿para qué molestarse en recordar algo si podemos olvidarlo?
“En noches así siempre se anda uno preguntando cuánto ha olvidado y cuánto de todo esto va a recordar en el futuro”, dice. Y luego se toma la droga, además de algunos antidepresivos, y se tira descansar en la suite de un hotel en Bangkok. Y ahí, echado y dopado, se da cuenta de que, a fin de cuentas, más que el proveedor se ha vuelto un dependiente más de la droga.
Ray Loriga nos lleva a lugares como Tucson y Phoenix en el desierto de Arizona, donde “los abducidos se reúnen una vez al año para intercambiar detalles sobre sus experiencias a bordo de naves extraterrestres”; el Berlín decadente que remite al mismo sitio donde Bowiey Leonard Coheniban a refugiarse en los 70 y 80; ciudades del sudeste asiático como Bangkok o Ho Chi Minh en las que la prostitución y la sobrepoblación son un detalle más de una postal tercermundista, por donde se mueven los “asesinos de asesinos de memoria. Promises keepers”.
Y esos asesinos de asesinos de memoria son los que persiguen a los dealers. Son los que están en contra de que se consuma una droga que permite olvidar los recuerdos selectivamente. Y el protagonista —se supone— escapa de estos promises keepers. Aunque, en verdad, también escapa de un pasado que gracias a lo que trafica, se ha dedicado a borrar. Una historia personal que apenas vemos a través de flashbacks y uno que otro borrón de memoria que se cuela entre las páginas.
Uno de los libros que he leído en éste verano y es el motivo de éste posteo, fue lanzado en las librerías hace 10 años. Un amigo cinéfilo me hizo llegar una reedición de Tokio ya no nos quiere. Novela de un tal Ray Loriga que tiene fotos con lentes a lo Morrison, trabajó con Almodovar porque hizo varias películas además de libros y hasta le pagó un café al mismísimo Dylan en una charla perdida por algún lugar de occidente. Un consejo de amigo y un curriculum del autor que me entusiasmaron muchísimo.
“La memoria es el perro más estúpido, le lanzas un palo y te trae cualquier cosa”, dice el protagonista de Tokio ya no nos quiere (1999). Páginas más adelante agrega algo eufórico: “¿No es estúpida esa fe que la gente deposita en el pasado, como si el pasado fuera más cierto que el presente o el futuro?”.
El personaje principal (que en ningún momento sabemos cómo se llama) es un dealer. Trafica una sustancia que permite olvidar los recuerdos no deseados. Su trabajo, eso sí, no es aislado; todo es parte de una empresa que lucra con la droga, una multinacional que despacha pedidos en todo el mundo .
Y el protagonista, digamos, no le es muy fiel a la empresa. Desde hace un tiempo que le llegan recados de que no está haciendo muy bien la pega. De que consume el producto que debe vender. Pero él no toma en cuenta los avisos porque, ¿para qué molestarse en recordar algo si podemos olvidarlo?
“En noches así siempre se anda uno preguntando cuánto ha olvidado y cuánto de todo esto va a recordar en el futuro”, dice. Y luego se toma la droga, además de algunos antidepresivos, y se tira descansar en la suite de un hotel en Bangkok. Y ahí, echado y dopado, se da cuenta de que, a fin de cuentas, más que el proveedor se ha vuelto un dependiente más de la droga.
Ray Loriga nos lleva a lugares como Tucson y Phoenix en el desierto de Arizona, donde “los abducidos se reúnen una vez al año para intercambiar detalles sobre sus experiencias a bordo de naves extraterrestres”; el Berlín decadente que remite al mismo sitio donde Bowiey Leonard Coheniban a refugiarse en los 70 y 80; ciudades del sudeste asiático como Bangkok o Ho Chi Minh en las que la prostitución y la sobrepoblación son un detalle más de una postal tercermundista, por donde se mueven los “asesinos de asesinos de memoria. Promises keepers”.
Y esos asesinos de asesinos de memoria son los que persiguen a los dealers. Son los que están en contra de que se consuma una droga que permite olvidar los recuerdos selectivamente. Y el protagonista —se supone— escapa de estos promises keepers. Aunque, en verdad, también escapa de un pasado que gracias a lo que trafica, se ha dedicado a borrar. Una historia personal que apenas vemos a través de flashbacks y uno que otro borrón de memoria que se cuela entre las páginas.
Es alucinante la cantidad de personajes dispares con los que se cruza a través de todo el relato, muchísimas pulperias de viejos mamados que desaconsejan, distintas cervezas de lugares del mundo que son probadas, malestares interiores, las miserias humanas propias que reconoce el protagonista y entre aeropuertos y hoteles leemos un fluir trágico en el protagonista.
La crítica dice que Tokio ya no nos quiere es ese tipo de obras que se escribieron al filo del cambio de milenio y representan bien esa transición numérica. Una obra cargada de paranoia, con todos esos miedos y predicciones pre 2000, en que se hablaba sobre el colapso del orden mundial.
La crítica dice que Tokio ya no nos quiere es ese tipo de obras que se escribieron al filo del cambio de milenio y representan bien esa transición numérica. Una obra cargada de paranoia, con todos esos miedos y predicciones pre 2000, en que se hablaba sobre el colapso del orden mundial.
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